Reflexiones desde Málaga IV
Intento preservar mis memorias robando libros. No me entendáis mal, mi abuela me dio permiso para robar, no sé si por indiferencia o por librarle de malos recuerdos. Mi robo predilecto, lento pero efectivo, es el de una serie enciclopédica para adolescentes de los 80s con portada roja. No lo robo por su contenido, a día de hoy anticuado, infantiloide e inservible, sino por su olor. Ese olor, irrepetible, a libro antiguo mezclado con recuerdos de oro, es vida. He adivinado ese olor, parecido, no igual, en otros libros, y todos ellos eran importantes para sus dueños. ¿Es acaso el olor del cariño?
Además no es solo un olor, es un símbolo. Un símbolo de cuando los libros solo eran libros. Para mí no existían ni los tratados políticos ni los de brujería. Ni tan siquiera los libros de texto o los cuentos. Esos libros eran la experiencia primera de un amor que nadie podría entender en el futuro. Eran una compleja ecuación que muchos aún a día de hoy continúan intentando resolver –pese a que muchos sabemos que no tiene solución-.
Tengo miedo de que se trate de un secuestro por mi parte, pero los necesito a mi lado. Dejarlos a la intemperie de una terraza con el viento de levante desgarrando sus páginas siempre me ha parecido un desperdicio para los recuerdos de muchas personas.