Me meto un tiro,
¡Pum!
El eco suena,
¡Pum!
O quizás es el corazón,
¡Pum!
Que todavía sueña.

Categoría: Blog personal

Sonrisas

Sonrisas

Eran días normales. Me levantaba por la mañana, desayunaba y sin apenas todavía abrir los ojos cogía el coche para ir al instituto. Una jornada laboral de ocho horas en las que, gracias a mi buena disposición con los chavales, aparte de sentirme satisfecho con mi trabajo, me lo pasaba realmente bien. Buenos chicos. Al llegar a casa no me esperaba nadie, pero tampoco hace falta que te espere nadie en casa para estar a gusto con uno mismo, cualquier otra cosa que digan no es más que una falacia. Mi vida era normal. Feliz y normal, algo que parece que en los últimos tiempos es extraño.

Pero más extraño es algo que percibí por aquellos días. Sonrisas. Algo habitual en la vida de uno sí, pero eran sonrisas que percibí de repente, como a sabiendas de que las mismas no habían estado antes. Forzadas. Primero lo noté con el cartero, con quien siempre me cruzaba cuando me dirigía al garaje. Siempre pensé que en su rostro se podía ver un gesto serio, el gesto propio de quien tiene que hacer varios kilómetros desde primera hora de la mañana, pero desde un aleatorio día su sonoro ‘hola’ iba acompañado de una gran sonrisa. Fingida, casi dolorosa diría por la fuerza que sus músculos tenían que hacer, pero una sonrisa al fin y al cabo. Lo achaqué a alguna buena noticia que hubiera recibido la cual era motivo de alegría perpetua.

Pero también empecé a ver sonrisas en el instituto. Las de mis alumnos, que eran usuales, pero no generalizadas, ahora eran constantes y en ellas participaban todos los chicos. A la vez. Una sonrisa conjunta y simultánea, como si se hubieran puesto de acuerdo en estirar su boca a la vez. Aquello me ponía los pelos de punta, pero claro, ¿cómo iba a quejarme yo públicamente de que las personas me sonrieran? Suena estúpido. Incluso los profesores, los cuales nunca me miraban con buenos ojos debido a mis metodologías más cercanas y desenfadadas con el alumnado, me saludaban y abrazaban dándome sus mejores sonrisas.

Cuando pasaron varios días en los que tuve que aguantar aquellos gestos, me di cuenta de que en todas partes las personas empezaban a tener ese gesto en sus caras. Cuando ponía las noticias, los gestos serios propios de las grandes catástrofes o asesinatos se habían cambiado por vistosas sonrisas relucientes. Los presentadores sonreían al final de cada noticia, dando igual su contenido, pero no por risa, sino que parecía más un gesto involuntario, algo que sus cuerpos les obligaban a hacer. ¿En el supermercado? Sonrisas. ¿En el bar? Sonrisas. Incluso los domingos, cuando iba a visitar a mi familia después de misa, veía que a mi alrededor todo era sonrisas. No las que estaba acostumbrado a recibir de mis seres queridos, llenas de simpatía y amor, sino unas sonrisas frías, exageradamente grandes y relucientes. ¿Amigos? Nunca he sido una persona que tuviera muchos ya que siempre he ido de aquí para allá, pero los pocos que tenía también portaban una sonrisa.

Con el paso de las semanas mi cabeza ha ido a peor. Intentaba no mirar a la cara a los demás y me encontraba muchas veces hablando mirando hacia el suelo. Todavía lo hago, aunque he descubierto que lo mejor es mirar al horizonte y dar la charla del día. Aunque no ha sido hasta esta semana en la que un chiste contado por un alumno me ha arrancado una pequeña sonrisa, sincera y verdadera. Entonces es cuando he podido escuchar:

-Tú reirás también con nosotros.

Y estaban en lo cierto, mientras escribo, sonrío, y tengo miedo porque no sé por qué.

Imagen extraída de https://www.roblox.com/library/108307952/Creepy-Smile

Confuso

Confuso

No dijeron nada ni en la televisión, ni en la radio ni en Internet. Yo me enteré porque empecé a escuchar gritos de terror a través de la ventana. Cuando fui a mi cuarto corriendo para ver qué había pasado, no conseguí ver nada, tan solo mucha sangre por la acera mezclada con el agua de la lluvia. Al principio pensé que a lo mejor había habido un atraco muy violento, pero después empecé a escuchar cómo, después de un fuerte golpe en la puerta del portal, algo empezaba a subir lentamente por las escaleras. No solo se escuchaban pasos, sino que empecé a escuchar gritos y súplicas de mis vecinos. Muchos gritos, demasiados, tantos que tuve que taparme los oídos y gritar para mis adentros. Fuese lo que fuese lo que venía hacia mí, no era uno solo.

Esos pasos, muy pesados, como arrastrándose, dejaron de sonar justo en la puerta de casa. No me atreví a mirar por la mirilla, aunque tampoco me hubiese dado tiempo porque de repente eso tiró la puerta abajo sin hacer casi ruido. Era un zombi. Sí, como los de las películas, pero real. Sé que suena extraño decirlo así, pero es que era lo que vi. Echaba baba por la boca, tenía la cara como amarilla y venía hacia mí. No andaba lento, sino que se acercaba a mucha velocidad con sus brazos extendidos para agarrarme. Mi cabeza no dio para mucho más y me encerré en el cuarto. Escuché cómo esa cosa gritaba mi nombre una y otra vez y aporreaba la puerta de mi cuarto. Intenté poner todo lo posible delante de la puerta, pero parecía insuficiente. Después de dar un repaso rápido a todo mi cuarto y pincharme varias veces por los nervios con todo lo que tenía en el escritorio, eso consiguió abrir la puerta.

En ese mismo instante recordé que encima del ropero guardaba una espada de madera, muy dura y pesada, que mis padres me regalaron en un viaje que hicimos a Ronda. Antes de que el zombi se acercase demasiado a mí estiré el brazo con un rápido movimiento, cogí la espada y con todas mis fuerzas le di un golpe en la cabeza. Borbotones de sangre empezaron a salir de la brecha que le hice, pero esto no le impidió intentar de nuevo acercarse a mí gritando mi nombre una y otra vez. Viendo que no paraba empecé a golpearle muchas veces con todas mis fuerzas. Escuchaba los huesos de su podrida cabeza se rompiéndose y cómo su sangre llenaba todo el cuarto de rojo. Finalmente se desplomó en el suelo, agarrándome del cuello de la camisa, con la cara inflamada, un ojo medio sacado y sin apenas poder ver sus rasgos faciales por culpa de toda la cantidad de sangre, huesos y músculos que se habían salido para fuera. Me pude salvar de aquello.

Aunque el doctor me dice que no fue así como maté a mi padre…

Los Hermanos Fossores

Los Hermanos Fossores

Vivimos por y para el cementerio. Somos los Hermanos Fossores de la Misericordia. La gente cree comúnmente que nuestro origen es antiquísimo, pero nuestra orden se fundó hace apenas poco más de medio siglo. Por supuesto que nadie entiende por qué nos dedicamos a esto, yo tampoco lo entendía hasta que mi padre, que también lo fue, me llevó un día con él a “trabajar” al camposanto. De día nuestra labor, como me gusta más a mi llamarla, consiste en dar entierro a los muertos, rezar por sus almas así como por las de los vivos. Cuidamos el cementerio, regamos las flores e incluso a veces ayudamos en la administración.  De día no somos más que unos funcionarios religiosos. Es por la noche cuando uno se da cuenta de que cualquiera no valdría para esto… Y de por qué somos tan pocos.

Cuando cae el sol… Se ven cosas. No sé si decir si son reales o no, a mí me lo parecen porque a veces he sentido hasta el peligro inminente de que algo iba a sucederme. He notado su tacto, incluso su aliento, en mi asustado rostro. He tenido malas pesadillas y sé diferenciarlas muy bien de lo que ocurre por las noches. Cuando los hermanos hablamos entre nosotros contrastamos anécdotas y sucesos y casi todos concuerdan hasta en el más mínimo detalle. No contamos nada de esto a nadie. No es que sea un secreto, pero por caridad cristiana deseamos evitar este tipo de… Enfrentamientos, a cualquier otra persona. Incluso los hermanos de otras órdenes desconocen del todo lo que en los cementerios ocurre por la noche. Conocen de la obra del Diablo pero no las cotas que esta puede alcanzar en los camposantos.

Lo de menos son las campanas. Antiguamente, por tradición –y ahora tengo claro que es obra del Maligno- se ataba un pequeño cordel desde el dedo del fallecido a una pequeña campana situada al lado de la lápida, para que si el muerto fuese enterrado en vida, pudiera avisar mediante el tintineo. Por las noches, en horas de completa quietud y ausencia de viento, cientos de campanas doblan a la vez, volviéndose insoportable. Gritos de ausencia, manos tan frías como un témpano de hielo que se apoyan en el hombro y al volver la vista, allí no hay nada. Sombras y oscuras caras que se dejan ver en lo más hondo de la oscuridad. Incluso en la lejanía bastantes veces se pueden ver cuerpos que vagan sin rumbo fijo. Parece una historia de terror, pero todo eso es a lo que nos tenemos que enfrentar a diario.

Pero sin duda el peor día fue cuando vi el cadáver de mi padre levantándose de su tumba tosiendo desesperadamente y echando borbotones de agua por la boca. Mi añorado padre murió ahogado en el mar en unas vacaciones que tuvimos años después de que él abandonara la orden. Tenía el mismo gesto de terror y de agonía que el que recuerdo de su cuerpo recién sacado del agua. Nunca olvidaré las palabras que ese ser mugriento – no era mi padre, el jamás pensaría así – me dijo:

-Todos acabamos aquí.

La Santa Compaña

La Santa Compaña

Mira papá lo que he encontrado hoy en el periódico. ¿En serio hay gente que se cree todo esto? – el niño le entregó a su padre un recorte de periódico algo arrugado en la mano. La noticia no estaba entera:

 Sucesos

De él nunca más se supo hasta que una carta, si es que así se le puede llamar, apareció muchos años después en el mismo lugar en el que desapareció. Su mensaje era corto y conciso, con una letra firme y muy marcada, lejos de cualquier indicativo de malestar mental o peligro inminente. Se podía leer lo siguiente:

He cogido la cruz y ahora, pues, en paz, vago con ellos.

La leyenda, pues ya se ha formado una, dice que Juan Antonio Velázquez desapareció fruto de su curiosidad. Los hechos, es decir, las fuentes policiales, nos cuentan que sus allegados afirman que durante toda la noche estuvo diciendo a todos que escuchaba unas voces a lo lejos, voces tenues pero que llegaban a lo más hondo de su ser. Medio bromeando medio en serio dijo que sin duda se trataba de la Santa Compaña y que, si nadie se atrevía a acompañarle, iría él solo. Al estar todos sus conocidos en un ambiente de fiesta nadie percibió lo peligroso que era salir al bosque solo a esas alturas de la noche, pero lo hizo. Fue en ese preciso instante cuando se tiene la última localización exacta del joven. Los investigadores dijeron que se trataba de una desaparición fortuita tras buscar por varios meses el cadáver de Juan Antonio, pero después del descubrimiento de aquella carta una segunda vía de investigación se abre en el horizonte, el suicidio, algo que podría contemplarse como totalmente real.

Objetivo es el hecho de que un convecino nuestro desapareció hace unos años en mitad del bosque. Ahora, ¿qué quiere creer usted?

-Son tonterías hijo, gente que se aburre y lee estas cosas porque no tienen nada mejor que hacer. La Santa Compaña no existe, es como el coco y todos esos monstruos que yo te decía que existían para que fueras a la cama rápido.

Después de cenar el padre arropó a su hijo en la cama y, tras un sonoro beso en la frente, se acercó a su oído para darle las buenas noches:

-Me dolió mucho pasarle la cruz pero no quería perderte, hijo.

La sombra

La sombra

Realmente hasta el final no supe qué me pasaba.

Había estado todo el día, desde la mañana a la noche, trabajando sin descanso. Cuando levantaba la vista del teclado veía cómo una sombra se meneaba desde la derecha de mi vista hasta la izquierda; apenas duraba un instante. Al principio lo achaqué a la larga jornada laboral y al estrés, la cual apenas me había abandonado en todos estos meses.

Incluso vi esa maldita sombra cuando volví andando a casa. Pasaba a mi alrededor una y otra vez, de nuevo de derecha a izquierda. Lo hacía con total libertad, pasando a través de las personas, sin que nadie más viera absolutamente nada. A veces me parecía entrever una silueta humana con extremidades, y fue ahí cuando de veras comencé a preocuparme y pensar que aquello era algo que iba mucho más allá del mero estrés. No obstante, no dije nada a nadie… Es fácil de comprender, simplemente nadie cree en esas cosas.

Cuando por fin llegué a casa todo pareció relajarse. Pude disfrutar de una cena tranquila y una noche divertida en frente del ordenador. Después de lavarme los dientes y meterme a la cama para leer un poco, el problema surgió cuando al apagar la luz y cerrar los ojos… Seguía viendo aquella sombra, pero ahora esta no se movía. No sé explicarlo bien realmente. Aunque la única luz que entraba a mi habitación era la de una farola a través de la ventana, sentía, más que veía, cómo aquella sombra se interponía entre la luz y mis ojos. Algo semejante a cuando te pones la mano delante de los ojos cuando estás en frente de una luz; no lo puedes ver pero notas cómo la luz es inferior. Pues aquello mismo me pasaba a mí.

Estaba totalmente aterrorizado. No me quise mover un ápice –tampoco hubiera podido ya que el miedo me tenía paralizado-. Durante toda la noche aquella sombra y yo estuvimos mirándonos de alguna manera, pero ninguno quiso ser el primero en moverse. Pareciera que un vivo estuviera velando el cadáver de un muerto. Toda la noche vi cómo aquella sombra permanecía totalmente parada en frente de mi cama. Pasadas muchas horas, todas las que tiene una noche, tan solo me atreví a abrir los ojos cuando vi que amanecía y que de repente la sombra desapareció.

Después de la mala noche pasada me alegré al comprobar que la sombra ya tan solo era un recuerdo. Mis primeros movimientos fueron muy tímidos, como esperando que algo malo me fuera a suceder. Cuando por fin me serené quise pensar, aunque no muy convencido, y con razón, que aquello sería algo relacionado con los nervios, el mal dormir y el estrés.

De camino al trabajo lo entendí todo. Debido a mi sueño llegaba tarde al trabajo. Estaba esperando en un semáforo en rojo y como tenía prisa miré hacia los dos lados, y al ver que nadie pasaba, decidí cruzar. Hubiera sido demasiado tarde si el rugoso brazo de una anciana no me hubiese frenado. A apenas unos centímetros, de derecha a izquierda, un coche rojo a gran velocidad pasó donde yo tendría que haber estado.

Cuando miré a la izquierda para ver la cara de aquella persona, allí no había nadie.