Me meto un tiro,
¡Pum!
El eco suena,
¡Pum!
O quizás es el corazón,
¡Pum!
Que todavía sueña.

Ella

Ella

Una y otra vez siempre pasa lo mismo. Soy una hoja infinita destinada a caer de su rama en el pasar del tiempo eterno para no ser recogida por nadie, salvo su soledad. Soy un otoño perpetuo, no hay nacimiento en mí. No sé cómo pasó, tan solo siento el dolor. Un dolor sin motivo alguno, está ahí porque forma parte de mí tanto como estos pensamientos, pero no sé de dónde viene. El dolor afecta menos si sabes por qué lo sientes, cuando este es un misterio oculto la desesperación y la duda de por qué te ha tocado sentir eso es lo que de verdad te mata por dentro. Si se sufre sabiendo, es más fácil llevar el castigo. La duda te esclaviza.

Siempre estoy en la oscuridad cerca de una curva. Durante horas tan solo siento el dolor que me trajo allí a la vez que el frío calando todos mis huesos. Mi cuerpo es un calambre constante que me recorre desde el cuello al tobillo. Ninguno de esos coches guarda en su interior la persona idónea –dudo que exista-, por lo que tengo que esperar a que, con suerte, dos personas por día sean las que se paren. Los demás, todavía no he llegado a comprenderlo, simplemente no consiguen verme. Al principio siempre me muestro como no soy, es decir, coqueta pero asustadiza a la vez, para que accedan a llevarme. La mayoría de veces tan solo quieren aprovecharse de mí, por lo que no siento lástima alguna cuando tras desaparecer al decirles que yo me maté en esa curva siento que su cabeza nunca jamás vuelve a ser la misma.

Sin embargo, en los trayectos en los que mi acompañante se muestra gentil y educado es cuando más sufro. De forma sincera se preocupan por mí y no entienden qué hago a esas horas en una carretera tan solitaria. Pero por muy puros que sean esos pocos corazones, cuando llegamos a la desdichada curva, todos frenan en seco para ver como yo, sin quererlo en verdad, he desaparecido. Aunque mi corazón anhele quedarme a su lado, sentir el calor que mis músculos ya no desprenden y sí los de ellos, yo siempre desaparezco irremediablemente. Y lo peor de todo es que siento que sus mentes, las mentes de esos pocos buenos, no son trastocadas. Cuando desaparezco y deciden reanudar la marcha lo único que veo es verdadera preocupación en su pecho. Ni miedo ni sorpresa, sino pensamientos dirigidos hacia mí y mi paradero.

Me mataría, pero ya lo estoy. Me dejaría, pero no puedo. Mi cuerpo es un ancla que me obliga siempre a situarme al lado de la carretera lo suficientemente cerca de la curva como para poder volver a ella. Grito, pero mi boca no me deja. Todo es esperar, esperar y esperar a algo o alguien que sé que no va a venir. Pero qué puedo hacer yo más que avisar a otros de esa curva, en la que ni tan siquiera sé si yo morí.

Situación imprevista

Situación imprevista

Han sido varias horas de auténtico dolor. Lo único que he sentido son sus golpes y una angustia terrible en el pecho que apenas me deja respirar. No sé ni cómo pasó, simplemente noté unas fuertes manos que me apretaban en la cintura y un brazo musculoso de repente rodeó mi cuello sin apenas dejarme respirar. Me dijeron que no me resistiera para que no me pasase nada. De repente noté cómo todo mi cuerpo se levantaba y cómo me lanzaban a un automóvil. Desde entonces todo han sido golpes, insultos y gritos en mi cara.

Noto unos pasos. Parece que alguien se acerca. Me quitan la bolsa de la cabeza que me pusieron nada más entrar al coche. Cubren sus caras con máscaras caricaturescas de presidentes de los Estados Unidos. Uno se adelanta –Lincoln- y me habla con una voz claramente distorsionada por algún mecanismo:

-Coge tu móvil y llama a algún familiar. Finge que todo está bien, que pasarás la noche fuera porque al final se ha prolongado aquel congreso al que tenías que asistir este fin de semana. Que les echas de menos. Que te lo dijeron a principios de la semana pero que con tanto estrés se te ha pasado. ¡Y no hagas tonterías! Ponlo en manos libres, te estaremos escuchando.

-No tengo saldo – Digo.

-Espera un momento… ¿Qué? Que no tienes saldo.

-Sí, llevo dos semanas sin saldo. Es que yo… S-sabe usted, no tengo contrato, ni datos ni tarifas de esas. Es que yo no me aclaro. Yo no utilizo Internet. Me meto diez euros al mes para mis llamadas importantes y ya está. Enti…

– ¡Calla! – Su compañero me da un fuerte golpe con la culata de su pistola en la boca. Empiezo a sangrar bastante y noto con la lengua que dos o tres dientes se mueven demasiado.

-Pero ahora qué hacemos. Esto no ha pasado nunca. Hostia, me refiero, 2018 y hay alguien que tiene saldo – Hablan entre ellos, supongo que mirándose con los ojos, sin saber que hacer realmente.

-Bueno… Espera, toma mi móvil – Uno de ellos, el más alto, me ofrece un teléfono móvil, bastante bueno por cierto.

– ¿Pero qué haces? – El otro, el músculos de la banda se interpone en la entrega y le da un empujón en el pecho – Así van a tener nuestro numero en cuanto quieran.

-Que no, que lo pongo en privado.

– ¿Pero tú eres idiota?

Y aquí estoy yo, maniatado, dolorido, viendo cómo dos secuestradores –o eso dicen que ellos son- se pelean entre sí porque no tengo saldo en el móvil. Mi mujer a veces me lo ha echado en cara e incluso mis hijos me llaman antiguo, pero quién iba a decir que gracias a no tener saldo iba a tener una distracción suficiente para esos bestias, que no se están dando cuenta de que he deshecho el nudo que me amarraba las manos y que me estoy yendo por la puerta que se han dejado abierta…

Sonrisas

Sonrisas

Eran días normales. Me levantaba por la mañana, desayunaba y sin apenas todavía abrir los ojos cogía el coche para ir al instituto. Una jornada laboral de ocho horas en las que, gracias a mi buena disposición con los chavales, aparte de sentirme satisfecho con mi trabajo, me lo pasaba realmente bien. Buenos chicos. Al llegar a casa no me esperaba nadie, pero tampoco hace falta que te espere nadie en casa para estar a gusto con uno mismo, cualquier otra cosa que digan no es más que una falacia. Mi vida era normal. Feliz y normal, algo que parece que en los últimos tiempos es extraño.

Pero más extraño es algo que percibí por aquellos días. Sonrisas. Algo habitual en la vida de uno sí, pero eran sonrisas que percibí de repente, como a sabiendas de que las mismas no habían estado antes. Forzadas. Primero lo noté con el cartero, con quien siempre me cruzaba cuando me dirigía al garaje. Siempre pensé que en su rostro se podía ver un gesto serio, el gesto propio de quien tiene que hacer varios kilómetros desde primera hora de la mañana, pero desde un aleatorio día su sonoro ‘hola’ iba acompañado de una gran sonrisa. Fingida, casi dolorosa diría por la fuerza que sus músculos tenían que hacer, pero una sonrisa al fin y al cabo. Lo achaqué a alguna buena noticia que hubiera recibido la cual era motivo de alegría perpetua.

Pero también empecé a ver sonrisas en el instituto. Las de mis alumnos, que eran usuales, pero no generalizadas, ahora eran constantes y en ellas participaban todos los chicos. A la vez. Una sonrisa conjunta y simultánea, como si se hubieran puesto de acuerdo en estirar su boca a la vez. Aquello me ponía los pelos de punta, pero claro, ¿cómo iba a quejarme yo públicamente de que las personas me sonrieran? Suena estúpido. Incluso los profesores, los cuales nunca me miraban con buenos ojos debido a mis metodologías más cercanas y desenfadadas con el alumnado, me saludaban y abrazaban dándome sus mejores sonrisas.

Cuando pasaron varios días en los que tuve que aguantar aquellos gestos, me di cuenta de que en todas partes las personas empezaban a tener ese gesto en sus caras. Cuando ponía las noticias, los gestos serios propios de las grandes catástrofes o asesinatos se habían cambiado por vistosas sonrisas relucientes. Los presentadores sonreían al final de cada noticia, dando igual su contenido, pero no por risa, sino que parecía más un gesto involuntario, algo que sus cuerpos les obligaban a hacer. ¿En el supermercado? Sonrisas. ¿En el bar? Sonrisas. Incluso los domingos, cuando iba a visitar a mi familia después de misa, veía que a mi alrededor todo era sonrisas. No las que estaba acostumbrado a recibir de mis seres queridos, llenas de simpatía y amor, sino unas sonrisas frías, exageradamente grandes y relucientes. ¿Amigos? Nunca he sido una persona que tuviera muchos ya que siempre he ido de aquí para allá, pero los pocos que tenía también portaban una sonrisa.

Con el paso de las semanas mi cabeza ha ido a peor. Intentaba no mirar a la cara a los demás y me encontraba muchas veces hablando mirando hacia el suelo. Todavía lo hago, aunque he descubierto que lo mejor es mirar al horizonte y dar la charla del día. Aunque no ha sido hasta esta semana en la que un chiste contado por un alumno me ha arrancado una pequeña sonrisa, sincera y verdadera. Entonces es cuando he podido escuchar:

-Tú reirás también con nosotros.

Y estaban en lo cierto, mientras escribo, sonrío, y tengo miedo porque no sé por qué.

Imagen extraída de https://www.roblox.com/library/108307952/Creepy-Smile

Fotografía

Fotografía

Llevaba meses prometiéndome que lo haría, y un viernes por la noche en el que no tenía nada mejor en el horizonte, me puse a ello. Empecé a hacer el inventario de todos los libros que tenía por casa. Tras años de compra compulsiva y tras montones de lecturas pendientes, más de una vez había comprado sin querer dos veces el mismo libro, por lo que me había estado prometiendo que jamás me volvería a pasar, para al final ver una y otra vez que realmente sí volvía a pasar.

Fueron varias horas muy tediosas en las que pasaba el nombre del libro, su autor y la editorial a un Excel que empezaba a extenderse de manera preocupante. “Compras demasiado” me dije a mí mismo en varias ocasiones viendo que aquel número de ejemplares era más propio de una biblioteca que de un piso de soltero. Llegué a un montón de libros que todavía estaban en la caja en la que los compré; un mercadillo de segunda mano en el que toda esa caja no pasaba de los cinco euros. De forma instantánea me saqué un billete, se lo entregué a un anciano de sonrisa afable y me llevé la caja a casa. No sé en qué momento aquellos libros se desvanecieron de mi mente, pero en el momento del inventario me di cuenta de que no sabía que había comprado. Con el nerviosismo propio de un niño al recibir un regalo me dispuse a echar un vistazo a todos aquellos libros. La mayoría no eran más que historias de vaqueros que yo no tenía, pero entre todos aquellos tomos destacaba uno, no por lo que era, sino por lo que guardaba. Al abrir el libro vi cómo una fotografía cayó a mis pies. Después de dejar el libro en la mesa me agaché para coger la fotografía. Se trataba de un retrato familiar muy antiguo. Debido al paso de los años apenas podían distinguirse los cuerpos, qué decir de las caras, donde a simple vista no podían distinguirse rasgos faciales. Sobre cada persona, trece en total, había un número escrito con bolígrafo. En la parte de atrás ese número iba acompañado de un nombre o un apelativo. Supuse que la dueña de esa fotografía era la número siete, debido a que en la parte posterior del papel podía verse un “yo” en mayúsculas. Estaba rodeada de toda su familia.

Era todo normal excepto por un signo, un signo de interrogación. Detrás de todos ellos, en la esquina izquierda de la foto podía verse pequeño, pero se veía, un signo de interrogación. Allí no había más que oscuridad, pero si uno centraba lo suficiente la vista podía distinguir algo con, quizás, forma humana. Aquello me llamó la atención ya que era poco probable que la niñita no conociese a alguien en un retrato familiar en el que todos posaban.

Sabiendo que yo no podía hacer mucho más llamé a un amigo fotógrafo acostumbrado a tratar fotos. Cuando se la enseñé me dijo que había mucho trabajo, pero que creía que podía mejorarse la calidad de la imagen para ver incluso el rostro de todos, incluido la cara de la enigmática silueta con el “?” en su interior.

Pasaron los días, unos días en los que irremediablemente mi cabeza iba una y otra vez a aquella silueta oscura. Por fin, un día, mi amigo llamó a la puerta, pero no traía una sonrisa en su cara. Lo más rápido posible encendió su portátil y abrió un programa de retoque fotográfico. Al aparecer la foto, ahora mucho más nítida que antes, señaló lentamente con su dedo índice a la esquina izquierda del papel.

-En esa fotografía… Sales tú.

Confuso

Confuso

No dijeron nada ni en la televisión, ni en la radio ni en Internet. Yo me enteré porque empecé a escuchar gritos de terror a través de la ventana. Cuando fui a mi cuarto corriendo para ver qué había pasado, no conseguí ver nada, tan solo mucha sangre por la acera mezclada con el agua de la lluvia. Al principio pensé que a lo mejor había habido un atraco muy violento, pero después empecé a escuchar cómo, después de un fuerte golpe en la puerta del portal, algo empezaba a subir lentamente por las escaleras. No solo se escuchaban pasos, sino que empecé a escuchar gritos y súplicas de mis vecinos. Muchos gritos, demasiados, tantos que tuve que taparme los oídos y gritar para mis adentros. Fuese lo que fuese lo que venía hacia mí, no era uno solo.

Esos pasos, muy pesados, como arrastrándose, dejaron de sonar justo en la puerta de casa. No me atreví a mirar por la mirilla, aunque tampoco me hubiese dado tiempo porque de repente eso tiró la puerta abajo sin hacer casi ruido. Era un zombi. Sí, como los de las películas, pero real. Sé que suena extraño decirlo así, pero es que era lo que vi. Echaba baba por la boca, tenía la cara como amarilla y venía hacia mí. No andaba lento, sino que se acercaba a mucha velocidad con sus brazos extendidos para agarrarme. Mi cabeza no dio para mucho más y me encerré en el cuarto. Escuché cómo esa cosa gritaba mi nombre una y otra vez y aporreaba la puerta de mi cuarto. Intenté poner todo lo posible delante de la puerta, pero parecía insuficiente. Después de dar un repaso rápido a todo mi cuarto y pincharme varias veces por los nervios con todo lo que tenía en el escritorio, eso consiguió abrir la puerta.

En ese mismo instante recordé que encima del ropero guardaba una espada de madera, muy dura y pesada, que mis padres me regalaron en un viaje que hicimos a Ronda. Antes de que el zombi se acercase demasiado a mí estiré el brazo con un rápido movimiento, cogí la espada y con todas mis fuerzas le di un golpe en la cabeza. Borbotones de sangre empezaron a salir de la brecha que le hice, pero esto no le impidió intentar de nuevo acercarse a mí gritando mi nombre una y otra vez. Viendo que no paraba empecé a golpearle muchas veces con todas mis fuerzas. Escuchaba los huesos de su podrida cabeza se rompiéndose y cómo su sangre llenaba todo el cuarto de rojo. Finalmente se desplomó en el suelo, agarrándome del cuello de la camisa, con la cara inflamada, un ojo medio sacado y sin apenas poder ver sus rasgos faciales por culpa de toda la cantidad de sangre, huesos y músculos que se habían salido para fuera. Me pude salvar de aquello.

Aunque el doctor me dice que no fue así como maté a mi padre…

Los Hermanos Fossores

Los Hermanos Fossores

Vivimos por y para el cementerio. Somos los Hermanos Fossores de la Misericordia. La gente cree comúnmente que nuestro origen es antiquísimo, pero nuestra orden se fundó hace apenas poco más de medio siglo. Por supuesto que nadie entiende por qué nos dedicamos a esto, yo tampoco lo entendía hasta que mi padre, que también lo fue, me llevó un día con él a “trabajar” al camposanto. De día nuestra labor, como me gusta más a mi llamarla, consiste en dar entierro a los muertos, rezar por sus almas así como por las de los vivos. Cuidamos el cementerio, regamos las flores e incluso a veces ayudamos en la administración.  De día no somos más que unos funcionarios religiosos. Es por la noche cuando uno se da cuenta de que cualquiera no valdría para esto… Y de por qué somos tan pocos.

Cuando cae el sol… Se ven cosas. No sé si decir si son reales o no, a mí me lo parecen porque a veces he sentido hasta el peligro inminente de que algo iba a sucederme. He notado su tacto, incluso su aliento, en mi asustado rostro. He tenido malas pesadillas y sé diferenciarlas muy bien de lo que ocurre por las noches. Cuando los hermanos hablamos entre nosotros contrastamos anécdotas y sucesos y casi todos concuerdan hasta en el más mínimo detalle. No contamos nada de esto a nadie. No es que sea un secreto, pero por caridad cristiana deseamos evitar este tipo de… Enfrentamientos, a cualquier otra persona. Incluso los hermanos de otras órdenes desconocen del todo lo que en los cementerios ocurre por la noche. Conocen de la obra del Diablo pero no las cotas que esta puede alcanzar en los camposantos.

Lo de menos son las campanas. Antiguamente, por tradición –y ahora tengo claro que es obra del Maligno- se ataba un pequeño cordel desde el dedo del fallecido a una pequeña campana situada al lado de la lápida, para que si el muerto fuese enterrado en vida, pudiera avisar mediante el tintineo. Por las noches, en horas de completa quietud y ausencia de viento, cientos de campanas doblan a la vez, volviéndose insoportable. Gritos de ausencia, manos tan frías como un témpano de hielo que se apoyan en el hombro y al volver la vista, allí no hay nada. Sombras y oscuras caras que se dejan ver en lo más hondo de la oscuridad. Incluso en la lejanía bastantes veces se pueden ver cuerpos que vagan sin rumbo fijo. Parece una historia de terror, pero todo eso es a lo que nos tenemos que enfrentar a diario.

Pero sin duda el peor día fue cuando vi el cadáver de mi padre levantándose de su tumba tosiendo desesperadamente y echando borbotones de agua por la boca. Mi añorado padre murió ahogado en el mar en unas vacaciones que tuvimos años después de que él abandonara la orden. Tenía el mismo gesto de terror y de agonía que el que recuerdo de su cuerpo recién sacado del agua. Nunca olvidaré las palabras que ese ser mugriento – no era mi padre, el jamás pensaría así – me dijo:

-Todos acabamos aquí.