Reflexiones desde Logroño I
Naces. Creces según la brújula aleatoria que siempre señala hacia el dinero. Vas a la escuela. Haces amigos -o mueres perdido en un país sin historia-. Aprendes a hablar, escribir, leer, sumar, restar, multiplicar, dividir, cantar, dibujar… el soñar ya es optativo. Instituto, riñas con tus padres, amor idílico de tres semanas, pelos por todas partes, lívido de conejo disparada, arrogante, estúpido, subnormal. Luego te serenizas un poco para darte cuenta de lo tonto que has sido, y ves que es demasiado tarde. Sexo, mucho sexo. O poco, poco sexo, según lo feo que puedas llegar a ser. Conocimientos inservibles en tu mente. Trabajo o estudio, al final siempre atado a algo que dicen que es tu futuro; tu futuro nunca eres tú. Pasa la vida. Dios existe si encuentras el amor. Encima David Bowie muerto. Tú eres hombre porque lo digo yo, sabré lo que hay en tu mente -ni lo sé yo-. Veinte años en un mismo sitio o veinte años errando sin curso, pero veinte años han sido, y nunca consigues lo que quieres, o consigues todo lo que quieres, que es lo mismo. Cierras los ojos. Hijos, hipotecas, guerras, responsabilidades. Donald Trump. Parpadeas de nuevo. Cama y regazo infinito. David Bowie no estaba muerto, acaso los dioses mueren. Ves las estrellas, esa de ahí ha cambiado, tanto como tú. Las arrugas aparecen tanto en tu cara como en el sofá de tu salón. Miedo, cólera, pérdida de lo que te hacía vivir. Te dejas llevar por la pena o la pena te lleva a ti otros veinte años. Finalmente, algo. Lo único que has sabido hacer bien en tu vida, morirte.