Ritmos de tinta
Tarde o temprano la intensidad iba a acabar conmigo. La luz de la pluma me indicaba el camino a recorrer, como una luciérnaga en apuros. Yo intentaba dejarla atrás, ir cada vez más rápido, con la intención de que el río de tinta anegara mis ideas o impulsase sus alas.
Al final, al mirar a través del rojo, tan solo me quedaba la opción de agarrarme a la luciérnaga y flotar juntos en la intensidad.
¿Era necesario todo esto? Las hojas se movían a merced de las letras, pero ninguna decía gran cosa. Lo más probable es que todos abandonemos el rumbo y dejemos el ritmo como timonel.
Las tardes que pasaban como un domingo
Miro al marco de la ventana y vuelvo a ver el resto de telarañas, olvidadas allí por una mezcla de pereza y compasión de niño pequeño. Los días de limpieza siempre me lanzaba hacia ese esquema de trampa natural, dispuesto a arrebatarle su último resquicio de salvajismo urbano. Pero, en el último momento, un fragmento de culpabilidad me devora por dentro. Esa araña ya no está, acaso petrificada en alguna esquina olvidada por el paso del tiempo, pero me mira. No está ahí, pero siento como ese ocho alquímico me culpa de todo. En esos nudos formados por la tenacidad de la oscuridad se balancean los destinos de aquellas almas indefensas. Todas sus voces se juntan en una, atosigando mi alma, que huye de todos los conflictos. Esos susurros consiguen atraparme como a una presa. Indefenso, bajo la mirada hacia varias motas de polvo que se creían libres de todo castigo. Las fulmino a ellas sabiendo que son la excusa de mi cobardía. Y casi de forma eterna aquella bandera sigue ondeando en esa ventana, saliendo victoriosa de cada batalla con el destino de un plumero